Isaías 35:1-10 y 61:1-11 son textos preciosos que los leccionarios traen para el tercer domingo de Adviento. Hablan del retorno del exilio babilónico, del re-establecimiento de Sión y de su glorificación.
“Y los redimidos del Yhwh volverán a Sión con alegría; y habrá gozo perpetuo sobre sus cabezas. Tendrán gozo y alegría y huirán la tristeza y el gemido”, dice 35:10. Y “reedificarán las ruinas antiguas, levantarán lo que antes fue asolado y restaurarán las ciudades arruinadas, los escombros de muchas generaciones (61:4). Lo que queda refrendado con estas otras palabras de los salmos: “cuando Yhwh hizo volver de la cautividad a Sión fuimos como los que sueñan. Nuestra boca se llenó de risa y nuestra lengua de alabanza” (Slm. 126:1-2).
Y son textos admirables. Seductores. ¿Quién no siente alegría cuando recupera algo muy querido y de lo que ha estado privado durante mucho tiempo? ¿Quién no se goza cuando experimenta la liberación después de mucho tiempo de opresión e injusticia? ¿A quién no le embarga el júbilo cuando le es concedido aquello con lo que ha soñado largamente, sobre todo si es importante? ¿Quién no se conmueve de contento y entusiasmo ante la perspectiva de un nuevo inicio, de la desaparición total de las lacras que frustraron la vida anterior hasta el punto de arruinarla?
Evidentemente, es la alegría del pueblo de Israel por la vuelta del exilio. Por la liberación de todas las injusticias que sufrieron durante ese cautiverio que tanto les hizo añorar su tierra: “sentados junto a los ríos de Babilonia, llorábamos al acordarnos de Sión” (Slm. 137:1). Pero también de las que sufrieron y practicaron en ella con anterioridad, y que tanto criticaron los profetas, incluido el propio Isaías, hasta el extremo de considerar precisa una nueva fundación del estado de Israel. Refundación que expresa con la imagen de un árbol que, cortado por el hacha, rebrota del tocón al que quedó reducido su tronco (Is. 6:13).
Lo llamativo de todo este asunto es que el NT no aplica ninguna de estas citas típicas de Adviento y Navidad al pueblo de Israel, sino a Jesucristo y al pueblo por él fundado. Él es, según palabras del propio Isaías, el Admirable Dios Fuerte que, además, es Padre Eterno y Príncipe de Paz (Is. 9:6). Él es el que otorgará con su salvación aquella justicia que, por ser plena y verdadera, es la única fuente de futuro y paz (Is. 45:8). El pueblo de Israel fue incapaz de vivirla, pues, vuelto a su tierra y pasado el entusiasmo inicial, pronto volvieron también las viejas lacras del pasado.
¿Es esta realidad una metáfora de la nuestra? La pregunta deberéis responderla cada uno de vosotros. Pero mi opinión es que andamos bastante enredados en las infidelidades, partidismos, iras e injusticias como para sostener que aquella refundación deslucida y medio fallida no sea también la nuestra. Lo cual es un atentado a nuestros principios. Si somos un pueblo sin fronteras, sin distinción de raza, tribu, sexo o lengua; si somos un pueblo universal, cuya patria es la tierra entera; y si somos un pueblo que dice tener la fe, la justicia, la esperanza y el amor por bandera, no deberíamos traicionarnos tan a menudo a nosotros mismos ni a nuestro Señor, ese Príncipe de Paz citado en el párrafo anterior. Deberíamos hacer realidad ese nuevo comienzo en todo su esplendor porque con arreglo a los textos de Isaías, los citados y otros muchos que se han quedado en el tintero, ese nuevo comienzo es principio de alegría y vida en paz, sin violencia, sea ésta armada o no armada. Por eso me gustaría que releyeseis en vuestras casas, tranquilamente, Is. 61:1-11 y 35:1-10. De ellos se desprende la hermosura de aquello a lo que estamos siendo llamados en este tercer domingo de Adviento.
David Casado