Las últimas palabras de Jesús en la Cruz fueron dirigidas a su Padre, su prioridad, hacia quien mira en el momento más difícil. Cita unas palabras de David que podemos leer en el Salmo 31:5: “En tus manos encomiendo mi espíritu”; pero va más allá, porque Jesús contemplaba un horizonte más amplio que el que alcanzaba a ver David. Y le llama Padre, ya que él era el Hijo de Dios en un sentido muy especial y excelso, por eterna filiación.
Pero posteriormente vemos a Jesús diciéndole a María Magdalena, la primera persona que tuvo el privilegio de verlo resucitado: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre”. Nosotros somos hijos de Dios por la fe en Cristo. Por la regeneración efectuada en nosotros a través de la obra que el Salvador acababa de consumar en la Cruz (y que hemos estado recordando esta semana), y por esa fe de la que nos da ejemplo el ladrón que fue inmediatamente al Paraíso, nosotros pasamos de ser criaturas de Dios a ser hijos de Dios en Cristo, un privilegio exclusivo de todos aquellos que le reciben y creen en su nombre: Emanuel (Dios con nosotros), Cristo (el Mesías esperado), Jesús (el Salvador). Así se nos dice en Juan 1:12.
En el momento de mayor sufrimiento, Jesús recuerda su relación especial con Dios: es su Padre. Y así debe ser en nuestro caso también: Dios es nuestro Padre si estamos en Cristo. No lo había abandonado, estaba allí, sufriendo con él. Y también está con nosotros, nos acompaña, sufre con nosotros, provee para nosotros.
Tras su obra perfecta regresaría al Padre, abriendo la puerta para nuestra llegada al Padre también. Morir es ir a la casa de nuestro Padre, y él nos recibirá como recibió a Jesús, que inmediatamente ocupó su lugar exaltado en gloria. Porque el Padre siempre recibe a sus hijos, y tiene un lugar reservado para cada uno de nosotros y preparado por él mismo.
Y podemos estar seguros de esto porque, como hoy recordamos de manera especial, él verdaderamente resucitó, cumpliéndose la profecía que tenemos en el Salmo 16:10 (cf. 1 Corintios 15:4 y Hechos 13:35-39). Y esta verdad es sumamente importante para nosotros por muchas razones. He aquí algunas:
La resurrección de Cristo es el mayor argumento apologético de nuestra fe cristiana, como vemos en el primer discurso de uno de los primeros testigos de aquellos hechos: Pedro (Hechos 2:32). Si Jesús no hubiera resucitado, no tendríamos ninguna garantía de nuestra propia resurrección, nuestra fe sería vana y también nuestra predicación (1 Corintios 15:13-14). Si Jesús no hubiera resucitado, no habría vencido a la muerte que es la paga que merecemos por nuestros pecados (Romanos 6:9-10). Su resurrección muestra que ha destruido a la muerte y a todos los demás enemigos (1 Corintios 15:26).
La resurrección de Cristo nos hace renacer para una esperanza viva y hace posible nuestra fe en Dios. Nos muestra que Dios Padre aceptó el sacrificio del Hijo por nosotros (1 Pedro 1:3, 21).
La resurrección de Cristo garantiza que es posible vivir una nueva vida en él (Romanos 6:4). Y hace que el cristianismo sea algo único y diferente de cualquier otra religión.
Si no hubiera resucitado, Jesucristo no habría dicho la verdad cuando anunció que al tercer día volvería a la vida, ¿y qué base tendríamos entonces para creer todo lo demás que nos enseñó? Pero verdaderamente resucitó, y por ello sabemos que los hijos de Dios que hemos creído en él ya no estamos en nuestros pecados (1 Corintios 15:17), hemos sido justificados por la fe (Romanos 4:25), podemos creer en Dios con garantías (Hechos 17:31) y tenemos la muestra de que Jesús es quien decía ser: El Hijo de Dios con poder, el del mismo Dios (Romanos 1:4) y el Mesías prometido (Lucas 24:6-7).
Y, como nos dice Juan casi al final de su Evangelio, estas cosas se han escrito para que creamos que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengamos VIDA en su nombre (Juan 20:31). Hoy celebramos esa vida solo posible por él, en él y para él, porque verdaderamente resucitó.
Elena F.
20 de abril 2025