LA FAMILIA, DON DE DIOS

El relato de la creación muestra que el varón y la mujer fueron creados iguales ante Dios. Eso se nos dice en Gén 1:27: “y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios los creó; varón y hembra los creó”. De hecho, aquí hombre no es sinónimo de varón, sino que los engloba, denominando realmente al ser humano en su totalidad. Y como ambos fueron creados a imagen de Dios, no caben los planteamientos que pretenden hacer de la mujer un ser inferior al hombre.

Es cierto que en un mundo en el que el trabajo dependía casi en su totalidad de la fuerza y en el que no existía control de natalidad, se trató de justificar por todos los medios, incluido el teológico, un rol de inferioridad intelectual y social de la mujer.

Pero la sustitución de la fuerza por la máquina y la disminución del número de embarazos por poder controlar la natalidad, han posibilitado que la mujer demuestre que, aunque su fisiología y psique, sean diferentes a la del hombre, su capacidad laboral, intelectual y social no lo son.

De ello deberíamos alegrarnos todos. Primero, porque es un tránsito que facilita recuperar la igualdad originaria entre el hombre y la mujer. Y segundo, por una faceta que también está incluida en el relato de la creación: el de la familia, ese grupo humano que se sustenta en la diferenciación sexual y en la mutua compañía.

La composición de la familia ha variado a lo largo de los tiempos, pero lo que subyace es la compañía, el apoyo mutuo entre el matrimonio y su descendencia, los hijos. Ésta es la razón bíblica de la familia: la compleción del ser humano en la diferenciación sexual de los padres y en su descendencia.

El relato del Génesis no invoca razones sociales o de estado para la creación de la familia. Invoca sólo la compañía, la compañía mutua frente a la vida. Compañía para el enriquecimiento recíproco y para la protección de la descendencia. Enriquecimiento mutuo y compañía que van perdiéndose conforme las exigencias de las empresas, la banalización del sexo y la exaltación del yo atentan contra la estabilidad y la disposición a vivir en comunidad.

Que la compañía no es asunto baladí, lo refleja la Escritura. Y no con largas peroratas, sino con un lenguaje muy sencillo: “mejor son dos que uno, pues reciben mejor paga por su trabajo” (Ec 4:9), o “si dos duermen juntos se calientan mutuamente” (Ec 4:11) e incluso “a uno que prevalece contra otro, dos lo resisten, pues cordón de tres dobleces no se rompe pronto (Ec 4:12).

Todo esto tiene que ver con la familia humana, pero hay otra familia más amplia: la familia de Dios. En ella caben todos: los acompañados y los solos, los amparados y los desamparados, los alegres y los tristes, los adultos y los menores, los de aquí y los de acullá. Todos, absolutamente todos. Ya en el NT se menciona la familia de la fe y la familia de Dios para indicar que hay que practicar la inclusión con sus miembros y también hacerles el bien (Gál 6:10; Ef 2:19).

No importa cuán difíciles sean los tiempos, que lo son y mucho porque todo juega en contra de la idea de la familia: la exaltación del yo y la defenestración del nosotros, las exigencias laborales, la banalización del sexo y la muerte de la idea de Dios. Las dos familias son tremendamente importantes para nuestro bien. Nos han sido dadas por Dios y es nuestra responsabilidad mostrar a la sociedad actual que eso es así, porque de lo contrario estaremos asumiendo acríticamente su forma de pensar y de ser. Que Dios nos ayude en la tarea.

David C.

18 de mayo 2025