EL REFLEJO

2 Corintios 3:18 dice así: “Por tanto, nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en su misma imagen, por la acción del Espíritu del Señor”.

Hace poco hemos celebrado el Día de la Familia y hemos recibido un espejo como recuerdo de un día especial de comunión, en el que figuraba un resumen del versículo anterior. ¿Pero realmente es un espejo? No nos vemos claramente en su superficie, no parece muy útil. ¿Qué es lo que realmente veo? Veo una figura imperfecta, algo borrosa, que pretende parecerse a su Señor, a su Creador. ¡Pero él me hizo a su imagen y semejanza! Desde el principio quisimos hacer las cosas a nuestra manera y nos fuimos desviando de nuestro propósito original: fuimos creados para amar y conocer a Dios, y disfrutar así de su bondad. Pero elegimos no obedecer a Dios, y la maldad, el pecado, entró en la humanidad. Así pues, aunque aún reflejamos (de forma imperfecta) la imagen de Dios que él puso en cada ser humano y tenemos un valor inmenso para él, el pecado se interpone entre nosotros. Este pecado es el que nos ayuda a ver qué es lo que necesitamos. Dios hecho hombre, Jesús, es la solución. Jesús asumió el juicio de Dios, muriendo por nosotros, perdonando así nuestro pecado.

Así que cuando nos vemos imperfectos, en este espejo, confiamos en que nuestro Dios, que sí es perfecto, nos transformará de día en día para parecernos más a Cristo, en amor, justicia y verdad. Solo en Cristo podemos reflejar el amor de Dios en nuestra familia, a nuestros amigos y a las personas que nos rodean. Solo si aceptamos su perdón, tras un arrepentimiento genuino, y le confesamos como Señor de nuestra vida, resucitamos con él en una nueva vida restaurada y transformada.

“Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciera la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para ser iluminados con el conocimiento de la gloria de Dios, en el rostro de Jesucristo” (2 Corintios 4:6).

Beatriz D. O.