DE MISIONES, ANHELOS Y PRIORIDADES BIEN ENFOCADAS

Este año estamos hablando mucho de ser discípulos que se multiplican haciendo a su vez discípulos, ya que esa es la misión a la que hemos sido enviados por Dios todos aquellos a quienes nos ha llamado a seguirle. Y para llevarla a cabo, Dios nos ha puesto a cada uno en el lugar donde él quiere que estemos aquí y ahora.

Estos días, mis lecturas me llevaban de nuevo a reflexionar sobre una mujer a la que la Biblia dedica tan solo tres versículos, pero que estaba en el lugar al que Dios la había llamado. Ese era el lugar que le correspondía. Allí tenía su misión, que a otros podría parecerles una nimiedad, pero que era la que Dios había puesto en su corazón y no sin propósito, como nos ha quedado maravillosamente recogido en su Palabra.  El contexto lo encontramos en Lucas 2:21-24, y la mujer se llamaba Ana. Podemos leer lo que se nos dice de ella en los versículos 36 a 38 de ese mismo capítulo. Se nos habla de su misión, de su anhelo, de su prioridad y de su visión.

Su misión era hablar a otros de la Salvación que el Mesías traería. Era una anciana de ochenta y cuatro años o más. Era viuda después de haber estado casada siete años, hija de un tal Fanuel, de la tribu de Aser, una de las diez tribus llevadas a la cautividad y que nunca retornaron, pero que obviamente siempre conservaron también un remanente fiel que se mezcló de alguna manera con los que sí volvieron de Judá y Benjamín desde Persia. Y era profetisa con la capacidad, por tanto, dada por Dios de escucharle de una forma especial para transmitir su mensaje a otros. Esa era su misión en aquella etapa de su vida, y ella lo tenía bien claro. Y yo me pregunto: ¿acaso no es esta nuestra misión también, cada uno en el lugar donde Dios nos ha colocado y con las capacidades y dones que Dios nos ha otorgado? Porque en el ejemplo de esta mujer vemos que cualquier edad o condición familiar o social es buena para llevar a cabo la misión encomendada por Dios.

Su anhelo era vivir lo más cerca posible de Dios. Para llevar a cabo su misión, Ana no se apartaba del templo, y eso nos muestra que buscaba vivir en la presencia de Dios, la cual el templo representaba. Eso era lo que más deseaba mientras esperaba el momento (que seguramente sabía ya cercano) de estar con él para siempre. Cultivaba su comunión con Dios de manera continua. Y yo me pregunto: ¿Lo hacemos nosotros? ¿Es esto lo que nosotros anhelamos?  ¿Buscamos la comunión con Dios? ¿Vivimos en santidad, como habiendo sido apartados para él? ¿Hablamos a otros con nuestras vidas?

Su prioridad era servir a Dios. Lo hacía en el templo con sus ayunos y oraciones, una forma de servicio que no nos solemos plantear aquellos que decimos que queremos servir a Dios, y que cuesta mucho a quien es demasiado dado al activismo que hoy día nos domina. Servía noche y día de forma perseverante, tal como Dios le había dado la capacidad de hacerlo.  Y yo me pregunto: ¿cómo desea Dios que le sirvamos cada uno con las capacidades y los dones especiales que él nos ha dado y en el lugar donde nos pone cada día? ¿Es esta nuestra prioridad?

Por último, su visión era la de la inminente llegada del Redentor esperado, aquel que traería la salvación. Creía firmemente el mensaje de redención profetizado y esperaba su cumplimiento con esa fe que es la certeza de lo que se espera, con esa seguridad que no duda y que anima a seguir adelante. Esa era su visión y su esperanza bien enfocadas. Y yo me pregunto: ¿Podemos decir lo mismo? ¿Qué esperamos nosotros que haga Dios? ¿Y con cuánta fe en las promesas de Dios lo esperamos?

Esa era Ana; y cuando llegan José y María a presentar a Jesús en el templo, ella estaba allí, Dios la había llevado al lugar exacto donde debía estar en aquel momento para ver cumplida su esperanza, y reconoce enseguida a ese Redentor esperado, da gracias a Dios y habla de él a todos los que esperaban la redención, los que tenían fe en las promesas y esperaban su cumplimiento, a todas las personas con las que de alguna manera estaba en contacto o que encontraba en el camino y que la escucharían recibiendo o no su mensaje. Su testimonio se une así al de Simeón. De manera que, que por boca de dos testigos –como ordenaba la ley– se proclama que aquel era el Redentor esperado que venía a su templo, tal como había anunciado Malaquías 3:1, repentinamente y no en la forma esperada, sino como un bebé.

Y así cumplió Ana la misión que se le había encomendado, cuando llegó el momento, porque era fiel en el lugar donde Dios la había puesto. Aprendamos de su fe ejemplar, que le hace esperar pacientemente, servir, ser agradecida y dar testimonio, proclamando el mensaje para que otros pudieran reconocer al Salvador. Tenía clarísimo cuáles eran su misión, su anhelo, su prioridad y su visión llena de esperanza. ¿Y nosotros?

                                                                                              Elena F.

Domingo 26 de octubre 2025