A unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros, dijo también esta parábola: 10 Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, y el otro publicano. 11 El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; 12 ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano. 13 Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador. 14 Os digo que este descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido. (Lucas 18.9-14)
Llámalo vanagloria, altivez, arrogancia, jactancia. Creo que podemos identificar algún momento cuando esta característica asomó en nuestra vida, y nos muestra un corazón que se rebela, que quiere la honra para sí mismo y no para Dios y que muchas veces pasa desapercibida. El corazón orgulloso no quiere someterse ni rendirse ante nada ni nadie y creo que es el pecado más antiguo.
Y seamos honestos, cuando leemos esta parábola con la que Jesús nos enseñó acerca de esto ¿con quién nos identificamos más? Fariseo o publicano? Déjame adivinar… El publicano, quien suplica a Dios su misericordia?. Tranquilo, tranquila, yo también. Sin embargo, vamos a imaginar las palabras del publicano en nuestro tiempo y contexto, esas que dice el fariseo: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano.”
Hoy sonarían algo así: “Gracias, Dios, porque en realidad no soy como los demás. No robo, soy fiel en mi matrimonio, voy al culto cada domingo, al culto de oración los miércoles y no me pierdo un tertulimartes. Doy el diezmo todos los meses y además ofrendo. Gracias porque no soy como quienes se pasan el día viendo TV o el Smatphone, Gracias porque no soy como quienes llegan siempre tarde, como los que hacen las cosas a medias, como los que nunca se comprometen con nada…” y suma y sigue.
La lista podría seguir, ¿verdad? Con toda seguridad esta no sea nuestra oración de todos los días. Ni si quiera creo que lo hayamos orado verbalmente alguna vez, sin embargo, sí creo que en algún momento hemos pensado algo parecido aunque solo fuera fugazmente. Pero es que ni siquiera hace falta pensarlo fugazmente. Esa actitud de corazón también se manifiesta cuando criticamos (a viva voz o para nuestros adentros) a otros por sus faltas “Gracias porque no soy como los otros hombres” decía el fariseo. Y esto es así porque nuestro corazón es orgulloso y se cree más espiritual que el de los demás. Perdónanos, Señor.
Podríamos decir que el orgullo tiene muchas caras. En ocasiones se manifiesta como los que oraban en alta voz en las calles, solo para que otros los vieran. Quizá no lo hacemos de esa forma pero sí usamos palabras rebuscadas al orar para impresionar a los demás, o quizá creamos que el volumen de nuestra voz y nuestros gestos llamarán la atención de Dios. O a lo mejor creemos que nuestro conocimiento teológico nos hace superiores, sabedores de cosas que otros no saben. Orgullo.
Cuando el orgullo espiritual aparece (y muchas veces ni siquiera somos conscientes) despreciamos la gracia de Dios, porque la gracia dice que nuestras buenas obras son innecesarias, que son trapos de inmundicia ante la santidad de Dios. ¿De qué presumimos? Nada podemos hacer para obtener Su salvación, ni Su favor. Y a veces se nos puede olvidar que solo Él puede hacer limpio y puro nuestro corazón. Nuestra oración debería ser, cada día, como la del publicano de la historia: «Dios, ten piedad de mí, pecador». No tenemos que compararnos con nadie.
Lo que Dios hará en consecuencia, nos lo dice Jesús en esta parábola: “Os digo que este descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (v. 14).
¿Tenemos problemas para identificarlo en nuestra vida? Siendo como es, que el orgullo, la altanería, la arrogancia, la jactancia, etc. se camuflan muy bien y a veces pasan desapercibidos sin que podamos identificar ni dónde ni cuándo esas actitudes han dado la cara, podemos sin embargo descubrirlas. El apóstol Pablo nos anima a No tener más alto concepto de nosotros mismos que el que debamos tener, sino que pensemos de nosotros mismos con cordura (Rom 12.3) Así que apliquemos cordura hermanos. ¿Por qué haces lo que haces? ¿Por qué dices lo que dices? ¿Por qué piensas lo que piensas? ¿Qué esperas conseguir realmente? Te invito a buscar un momento de tu vida reciente que puedas recordar claramente.
Una conversación (quizá una discusión) ¿Qué querías conseguir de verdad? Tener razón? ¿Mostrarte superior? ¿Mostrarte culto o inteligente? ¿Quizá evitar conflictos? ¿Qué la opinión del otro sobre mí no se deteriorara?
Un momento relevante o significativo (quizá alguien te pidió ayuda en la calle o en la iglesia o en la familia y se la diste, o no se la diste) ¿Qué te motivó a ayudar? O ¿qué te motivó a no ayudar? ¿Qué esperabas conseguir con ello? ¿Sentirte mejor? ¿Hacerlo sentir mejor? ¿Mejorar la imagen que los otros tienen de ti? ¿Evitar su problema? ¿Evitar la incomodidad? o un pensamiento fugaz (quizá te enteraste que alguien hizo algo malo) ¿Qué pensaste? ¿Por qué? ¿Estabas más interesado en reprochar, compararte, ayudar, compadecerte?
Creo que son preguntas pertinentes que nos ayudan a “ver” qué es lo que hay en el fondo de nuestro corazón. Y no digo que el orgullo este siempre presente en nuestra vida y en cada cosa que digamos, hagamos o pensemos. Pero tenemos que reconocer que a veces asoma, en los momentos mas inesperados, incluso nos hace creer que es legitimo. Pero tenemos la obligación, la responsabilidad y el deber de descubrirlo, reconocerlo y combatirlo.
La altivez del hombre será abatida, y la soberbia de los hombres será humillada; y solo Jehová será exaltado en aquel día. (Is. 2.17)
Juan Antonio R.
10 de mayo 2025