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“Cogí todo aquello que creí que era mío, eché fuera lo que sabía que estaba bien. Estaba vacío, solo, demasiado avergonzado como para arrastrarme de vuelta a casa. Madre mía, mis lágrimas caían como lluvia, cuando escuché a mi Padre decirme: Siempre te voy a querer, eres mi niño, no importa lo que hagas. Bienvenido a tu hogar. Para tus errores hay gracia y misericordia. Siempre.

....Y El dio a algunos el ser apóstoles, a otros pastores y maestros, 12 a fin de capacitar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo… (Efesios 4:11-12). Obedeced a vuestros pastores y sujetaos a ellos, porque ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta. Permitidles que lo hagan con alegría y no quejándose, porque eso no sería provechoso para vosotros. (Hebreos 13:17).

Algo que tiene en particular el cristianismo es su relación entre la Palabra de Dios y la vida. Pensemos, por ejemplo, en el relato de la creación de Génesis 1, en el que la realidad viva del mundo va naciendo de la Palabra de Dios. Él dice, y es hecho (Génesis 1:24). Un mensaje muy diferente del poema babilónico “Enuma Elish”, con el que claramente polemiza, y en el que el dios Marduk crea el mundo desmembrando el cadáver de otra diosa, Tiamat, a la que ha vencido.

En la primera carta de Pablo a Timoteo encontramos un llamativa frase: “ninguno tenga en poco tu juventud” (1ªTimoteo 4:12). Podemos entender que refleja un problema de tiempos remotos, en los que los jóvenes casi siempre eran ninguneados en la vida pública. Es verdad que su marginación no llegaba a tanto como la de las mujeres o los esclavos, pero lo cierto es que eran los señores ya mayores quienes tomaban las decisiones importantes de las comunidades, tanto en las seculares como en las religiosas, tanto en la cultura judía como en la grecorromana. A los jóvenes no les correspondía ni enseñar ni opinar, sino ver, oír, callar y aprender.